martes, 20 de mayo de 2008

Aunque el mono se vista de seda, no siempre mono se queda (Primera parte)

por Andrés Felipe Loaiza Colorado
loaizacolorado@gmail.com

Hoy no ha sido un gran día.
Mi reloj sonó a las 4:25am., y me levanté con el peso del día anterior sobre mis espaldas; peso que sin duda cargaré hasta que nuevamente recline mi rostro sobre la almohada. No me quejo de ello, porque en eso consiste la vida; me quejo más bien, de la rutina que envuelve sin darnos cuenta, que agarra y desgarra lentamente y cuando por fin lo notamos ya ha pasado el tiempo suficiente como para remediarlo.

Como parte de esa rutina –que agarra y desgarra – la sociedad va estableciendo parámetros que a veces se convierten en grandes cadenas que arrastramos sin darnos cuenta. Uno de ellos es la estigmatización. Por estigmatizar entendemos el marcar a alguien con algún tipo de señal. A veces esa señal la ponemos nosotros (cuando juzgamos a alguien conocido), o se las han asignado socialmente (cuando decimos que quienes viven en determinado barrio o sector de la ciudad, son peligrosos).

Estigmatizamos a los demás con tanta facilidad, que ya se nos hizo común tener algunas actitudes en las cuales juzgamos previamente sin fundamento: clasificamos nuestros amigos por el sector donde viven, por la ropa que llevan, por los lugares que frecuentan y hasta por lo que dicen; incluso sus apodos hcaen referencia dicha estigmatización.
Por otro lado, creo vivimos en un mundo en el cual no nos percatamos de las cosas sencillas que tenemos a nuestro alrededor. (Creo que tengo una crisis existencial).

Hoy como nunca, he notado el saludo que todos los días me dice con una voz acartonada: "Buenos días, bienvenido al sistema Metro, para nosotros es un placer llevarlo a su destino".
Hoy como nunca, pude ver los rostros de quienes abordan El Metro en sus primeras horas; donde unos duermen como si nunca se hubiesen levantado de sus camas, otros conversan en voz baja como si estuviesen rezando, y los más osados, escuchan música en aparatos que cada vez nos aíslan más. Entre unos y otros hay un factor común: las caras largas y tristes. Lo peor de todo es que el día apenas comienza y ya parece recoger el cansancio de toda una jornada.
En el día de mi sensibilidad, noto además, que en las horas de la mañana se hace inoficioso el mensaje de la voz acartonada que dice: "Seamos solidarios, brindemos el puesto a quien más lo necesita: mujeres embarazadas, ancianos, discapacitados y mujeres con niños en brazos". Se hace inoficioso porque a las 5:25 de la mañana, noto que nadie, en mi vagón, cumple con estos requisitos.

Pero, ¡oh sorpresa!, se rompió mi teoría; en la estación Acebedo sube una anciana (proveniente de la Línea K), y no encuentra puesto. Ante la poca cultura ciudadana y lo poco caballeros –incluido yo – una señora ofrece su puesto a la anciana.
Así continúa mi viaje a la universidad en un día en que hubiese preferido no empezara y que quisiera acabara pronto.


Continúa…

Aunque el mono se vista de seda, no siempre mono se queda (Segunda parte)

por Andrés Felipe Loaiza Colorado
loaizacolorado@gmail.com

Luego de una larga jornada en la academia, mi día ha cambiado un poco. Pensándolo bien, no ha sido tan malo; y poco a poco voy superando mi crisis.
Me dirijo a mi casa, pero presencio un acto que me lleva de nuevo a pensar en la estigmatización.
Un hombre que lleva una caneca de pintura intenta ingresar a la estación Exposiciones, pero es abordado por un policía que le hace destapar la caneca y le da excusas para no dejarlo entrar: que en El Metro sólo se llevan paquetes pequeños, etc. Al final, el policía deja entrar a este hombre, que ya ha sido avergonzado delante de todos los que a esa hora vamos de regreso a nuestros hogares.

Mi curiosidad –que terminará matándome – no me dejó sin averiguar qué había en la caneca; y obviamente, había lo que parecía tenía: pintura.
Ya en el vagón noto que en su bolsillo trasero izquierdo lleva papel lija, como quien se dirige a pintar. Pero ya tan tarde, a lo mejor sea pasa su casa.
Mucha gente se dirige a su casa, y es por ello que la caneca empieza a estorbar y debe ser puesta en uno de los extremos junto a las puertas del vagón; la gente mira con cierto aire despectivo al dueño de la misma, quien pide permiso para acomodarla.

Reflexiono un momento y me pregunto: ¿Quién es? ¿Cuántos años tendrá? ¿Y los hijos?
Son muchas cosas las que se me vienen a la cabeza: su extensa barba y sus ojos grandes dejan ver una alegría intrínseca en su rostro; su rostro deja ver el cansancio de una jornada de trabajo; las manos en los bolsillos con cierto aire despreocupado y relajado.
Cada vez me intrigo por saber más sobre aquel personaje, que sin saberlo ha entrado a ser parte de mi mundo, y que por medio de una caneca revivió la crisis existencial iniciada en la mañana. Debido a esa intriga decido seguirlo. Se baja en la estación Caribe (la que tiene acceso a la Terminal de Transportes) y yo bajo tras él. No nota que lo sigo porque guardo distancia. Pero no pasará mucho tiempo para que note que lo sigo. Lo nota porque él no pensaba bajarse allí, sino hacer una escala para entregar la caneca de pintura a alguien que lo espera al otro lado de las registradoras de la estación.
Al entregar la caneca de pintura, regresa a la plataforma a esperar el siguiente tren. Yo regreso igualmente, lo cual hace que note mi presencia y que se me dificulte seguirlo más de cerca. Antes de que llegue el tren se choca con una señora, la cual lo mira despectivamente como si fuese más que él; no sabe u olvida que si "es de mejor familia", en lugares públicos como El Metro nada nos diferencia.
Llega el tren pero subo en un vagón diferente al suyo, aunque no lo pierdo de vista por la ventana de los trenes. Confieso que nunca había seguido a nadie; no había experimentado el vértigo que se siente.

Llegamos a la estación que hace enlace con la línea K, donde bajó; no niego que quise seguirlo y subir con él en el mismo cubículo rojo ,adornado así por estos días en que se aproxima la Feria de las Flores, y que se dirige a Santo Domingo Savio. Me hubiese gustado seguirlo y ver su casa, su puerta; conocer si tiene familia: esposa, hijos. Ver su barrio, que ha cambiado impresionantemente desde que El Metro invadió sus cielos para brindarles un medio de transporte más rápido y seguro, para apaciguar la violencia de sus calles y adornar el recorrido con vallas iluminadas.
¿Por qué no lo hice? ¿Por qué no lo seguí?
No fue sólo por evitar que se diera cuenta que lo seguía; también, creo que influyó mi "crisis existencial". Ésta aumentó cuando el policía le hizo abrir la caneca y dejó pasar a varias personas que llevaban grandes maletas (incluido yo), ¿Será porque no íbamos vestidos como obreros?
Aumentó, cuando fue mirado despectivamente por la señora en señal de desprecio, como si fuese más que él. ¿será por su ropa de trabajo?
Y hubiese aumentado más la crisis si después de seguirlo hasta su casa, me doy cuenta que lo poco que gana en su sacrificado trabajo, no le alcanza ni para darle un retoque a su casa con una "caneca de pintura".
Lastimosamente hoy en día uno no es "lo que es", sino lo que tiene; y lo que tiene para los demás. Y a veces nos están juzgando más por el cómo nos ven, y no se fijan que somos más que apariencia física, porque al final de cuentas aunque el mono se vista de seda, no siempre mono se queda. Yendo hasta el fondo: hay quienes vestidos de seda siempre serán monos y hay quienes nunca lo serán así no estén vestidos de seda.

La Crisis de los “30”


por Andrés Felipe Loaiza Colorado
loaizacolorada@gmail.com

Podrían pensar que me referiré a la crisis económica de los años 30 en los Estados Unidos, pero no.

La crisis a la que me referiré es la crisis de los 30 años (fundamentalmente en el hombre) que se pregunta por lo que ha hecho con su vida hasta ese momento, y lo hace fundamentalmente porque sabe que va llegando a la mitad de su existencia y a lo mejor no ha hecho nada con ella.
Hay momentos y situaciones en la vida en las que nos preguntamos más por nuestra existencia, es lo que llamamos "crisis existencial" y que hay personas que pasan por la vida sin tenerlas.
Psicológicamente la crisis de los 30 años tiene un fundamento sólido y con raíces claras, pero no es el objetivo de esta reflexión. El verdadero objetivo es poder exteriorizar mi crisis, que es a su vez, una de las formas de superar la crisis (según los Psicólogos).

Mis crisis de los 30 años la viví ad portas de cumplir mis 29 años. ¿Cuáles son los síntomas de la crisis?
Pensar que lo que hemos hecho con nuestra vida hasta ese momento vale muy poco o nada.
Creer que la vida se nos está pasando en vano.
Ser conscientes de que la muerte nos va a llegar y aún no estamos casados ni tenemos hijos (muchas veces eso es una ventaja).
Y lo peor de todo, compararnos con las vidas de nuestros amigos y pensar que nuestra vida es inferior a la de ellos.
Lo más particular de esta crisis es que cuando lo hablamos con otras personas, ellos ven en nosotros todo lo contrario (o por lo menos eso dicen, esperamos no sea para subirnos el ánimo y así que superemos la crisis), ven todas las cualidades posibles y lo buena que es nuestra vida. Al final de cuentas son ellos – los demás – quienes nos ayudan a terminar con la crisis.

Para muchos estas crisis existenciales son un problema, pero donde muchos ven problema yo veo una posibilidad con la cual darle fortaleza a nuestro carácter; es el sentir que a pesar de lo machos que podamos ser, somos frágiles emocionalmente y que cada uno tiene momentos (no de debilidad) de inestabilidad. A pesar de ello, y lo que realmente preocupante me parece, son las personas rígidas que no muestran emociones y que parecen de acero; pero cuidado con todos ellos, porque quien nunca ha vivido una crisis y no conoce o es consciente que la puede tener, es posible que como "el acero" se rompa al intentar doblarse por su poca flexibilidad. Quienes nunca han sido conscientes de sus posibles crisis, cuando las tienen es posible que las exterioricen de forma abrupta, donde su última consecuencia es el Suicidio, que de eso hablaremos después.